Camino por las estrechas calles del centro de La Serena y me topo, como cada año en esta época, con muchachos y muchachas que parecen escapados de una película de zombies. No, no se trata de uno de esos flash-mobs con los que la juventud últimamente nos muestra con entusiasmo los efectos del exceso de horas frente a una pantalla y de tiempo libre. Visten harapos sucios y pintarrajeados que a menudo dejan ver la ropa interior, tienen el pelo y rostro manchados con pintura y polvos varios, están descalzos, y apestan. A menudo pasan frío y casi siempre pasan vergüenza. Son las víctimas del “mechoneo”, el bautizo a los que recién ingresan a la universidad en Chile. Están en las calles porque para recuperar sus zapatos y mochilas, retenidos por los oligofrénicos de segundo año que comandan el evento, deben mendigar monedas durante horas para obtener unos 20-30 dólares con los cuales pagar el rescate de sus bienes. O sea que, después de vejarlos, ensuciarlos con betún o pintura, rociarlos con vinagre u otros compuestos químicos cuyos efectos sobre la piel desconocen (como desconocen casi todo lo cognoscible), obligarlos a meterse a “piscinas” llenas de agua barrosa e inmundicias (basura orgánica, restos de animales) y amarrarlos en una cordada que arrean como lo hacían los tratantes de esclavos, les cobran una tarifa. En algunas carreras en los últimos años ha asomado, tenuemente todavía, el brillo de la razón. Y entonces han dejado de lado ese espectáculo salvaje, triste y sublevante, que los estultos verdugos ocasionales encuentran divertido y creativo. Pero muchos siguen celebrando el festival del abuso y la humillación, a pesar de que a lo largo de los años se ha cobrado varias vidas. Cuando uno lee la opinión de los que defienden la barbarie, superando las barreras de ortografía y redacción que protegen al texto de ser entendido, a menudo se encuentra con el argumento de la tradición: lo hacemos porque siempre se ha hecho así. Es decir que no lo hacen porque esté bien -no niegan que esté mal- pero es suficiente justificación el señalar que cumplen con un rito ya instalado en la vida universitaria.

Es una tradición, dicen. La coherencia con el pasado los legitima, suponen. Error. No se trata de una tradición histórica que nos remonte a las primeras universidades fundadas en el continente, entre los siglos XVI y XVII. Se trata de una costumbre copiada de los procedimientos que ocurren en recintos militares alrededor del mundo. Lo vemos en las noticias cada cierto tiempo, cuando en uno de esos bautizos se les pasa la mano y la víctima termina lisiada o sin vida. Ya Vargas Llosa noveló en La Ciudad y los Perros su experiencia en un colegio militar de Lima, y las escenas del bautizo son bastante explícitas. Así como el herpes genital se escapa de las prisiones abarrotadas y alcanza a la sociedad civil, la insana costumbre de maltratar y humillar a los ingresantes escapó de los regimientos e infectó a las universidades. Sería demasiado pedirles a los militares que razonaran al respecto, ya se sabe que la inteligencia militar es un oxímoron, pero supongo que sí es legítimo reclamar que en los claustros universitarios -y apelando a las leyes de Newton- se imponga la fuerza de la razón sobre la inercia de las costumbres.

Aceptar que una tradición -por más incivilizada y malsana que sea- prevalezca sobre la razón es equivalente a la imagen de Homero Simpson golpeándose una y otra vez la cabeza contra el marco de una puerta, y aullando de dolor, sin corregir sus movimientos. Porque si es cuestión de seguir las tradiciones, entonces las mujeres no debieran tener derecho a voto, los terratenientes ricos debieran tener el derecho de violar a las hijas de sus trabajadores, y las personas nacidas en Africa debieran ser llevadas como esclavos a trabajar a América. Si todo eso (casi) ya no ocurre es porque ha ocurrido una evolución de las sociedades, un progreso, que ha sancionado como inaceptable lo que antes era tomado como normal. Los espartanos, tan admirados por su valor y disciplina para la guerra, vivían en una sociedad en la que los niños que nacían con algún defecto físico eran lanzados desde la cima del monte Taigeto, y donde los nobles una vez al año salían de cacería de esclavos. Sus vecinos atenienses, más ocupados en meditar que en mutilar, más inteligentes y menos militares, nos legaron la democracia, la idea de una sociedad sin esclavos, y buena parte de la civilización occidental. No fue tarea sencilla, porque -entre otros- un tal Platón y un tal Aristóteles habían defendido la esclavitud como justa, natural y necesaria, pero poco a poco se impuso la razón. Algo parecido ocurrió con la iglesia católica, que pasó de debatir arduamente si los indígenas americanos tenían alma a condenar la discriminación racial urbi et orbi, y que dejó de quemar vivos a los que pensaban distinto para simplemente afirmar que arderán en el infierno una vez muertos. Ahora sólo falta que los curas abandonen la tradición de manosear niños. El mismo Abraham Lincoln pasó de afirmar en 1858 “I am not in favor in bringing about the social and political equality of the white and black races” a abolir cinco años después la esclavitud que sostenía la prosperidad en las plantaciones del sur (y morir asesinado por eso). El mensaje es que se puede progresar. La tortura fue por siglos un instrumento judicial perfectamente legal, hasta que poco a poco -empezando a mediados del siglo XVIII- los humanistas lograron que se convirtiera en un delito que hoy se persigue en todo el mundo (salvo que se cometa en Guantánamo).

El maltrato animal es otro fenómeno anclado en la tradición. El pueblo más trabajador y civilizado de España, el catalán, ya prohibió las corridas de toros. Pero en Madrid los sectores más conservadores y cavernarios de la sociedad siguen llamándole fiesta brava al triste espectáculo de torturar a un animal. Es risible leer la torpe defensa de la tauromaquia que hacen personajes que -en cualquier otra circunstancia- están en las antípodas de esa ideología, como el moderno Mario Vargas Llosa o el progresista Joaquín Sabina. Hasta no hace mucho tiempo en la localidad de Manganeses de la Polvorosa, en la España profunda, se celebraba la fiesta de San Vicente lanzando a una cabra desde el campanario de la iglesia. Cuando se comenzó a denunciar este salvajismo pasaron a recibir a la desdichada cabra en una manta y así evitar que se reventara en el suelo, de acuerdo a la tradición; pero luego se prohibió del todo arrojar al animal y ahora lanzan un gran peluche: la fiesta sobrevive y la cabra también. Algo parecido ha ocurrido con el Yawar Fiesta de los Andes del sur del Perú, en el que amarran un cóndor (el mundo andino original) al lomo de un toro (el mundo occidental invasor). Tradicionalmente el toro moría desangrado a causa del suplicio (o incluso atacado con explosivos desde abajo), y si el cóndor moría era augurio de desgracias para el pueblo. Actualmente es cada vez más común que -después de un rato- se separe a los animales, que así sobreviven a la fiesta. Se puede ser un poco más civilizado.

Las tradiciones tienen un principio, en un tiempo del que no se tiene memoria, y -por más despistadas que parezcan- pueden encontrar su final. Como las bacterias y los virus, también pueden mutar en versiones evolucionadas; ya lo hemos visto en el caso del maltrato animal. Incluso nos llegan tradiciones nuevas desde el extranjero, casi siempre por razones comerciales, como el Halloween o la Fiesta de la Cerveza. Más recientemente -al menos en Chile- está llegando la celebración del Saint Patrick's day (o Día de San Patricio). Es curioso, porque fuera de un par de pubs y el apellido del libertador O'Higgins, no se ve nada irlandés por estas latitudes; si uno pregunta por la colonia irlandesa lo más probable es que termine en una farmacia comprando un perfume. Por supuesto que hay tradiciones que no le hacen daño a nadie y pueden verse hasta con simpatía, como las pelucas ridículas de los jueces ingleses, el vestir de morado en octubre por el Señor de los Milagros en el Perú, o la divertida y despilfarradora tomatina valenciana. Pero si son tradiciones o costumbres dañinas o denigrantes, es mejor que se extingan. Si la resistencia al cambio no tiene una base racional hay que combatirla como a la malaria. Cuando el médico húngaro Ignaz Semmelweis le dijo a sus superiores en el hospital de Viena que los médicos debían lavarse las manos antes de atender los partos, su proposición fue rechazada con vehemencia, los médicos se sintieron muy ofendidos: siempre lo hemos hecho de ese modo, ¿cuál es el problema?. El problema que Semmelweis había observado era que la tasa de muerte de las madres durante los partos (después le llamaríamos septicemia puerperal) era de 1 de cada 10 si las atendían matronas y de 1 de cada 3 si quienes atendían a las parturientas eran médicos, los que -entre otras tareas- manipulaban cadáveres en la morgue. Hizo experimentos y mostró que la mortalidad podía bajar a 1 de cada 100 si se aplicaba el lavado de manos, pero no pudo luchar contra lo establecido, las ideas fijas, y la arrogancia de sus colegas. Ignaz Semmelweis, pionero de la antisepsia, un procedimiento que ha salvado millones de vidas, merecía la gloria en vida pero solamente recibió desprecio y acoso laboral. Lamentablemente para Semmelweis, que moriría apaleado en un asilo para enfermos mentales antes de cumplir 50 años, los descubrimientos de Pasteur sobre los gérmenes -confirmando sus ideas- llegarían poco después de su muerte.

Cuando los chicos o chicas zombie me piden dinero en la calle no se los doy, no quiero colaborar con el sistema del abuso. Solamente los miro con una mezcla de conmiseración y reprobación, y alguna vez, si han insistido, les he dicho que no deben permitir que les hagan eso. Y es que la rebelión individual es, además de justa, posible. Yo lo tuve que hacer dos veces, hace muchos años, cuando todavía tenía pelo e ilusiones, ya que ingresé a dos universidades diferentes en Lima. Es cierto que, como a todos los "cachimbos", solamente pretendían cortarme el pelo; poca cosa, comparado con lo que se ve hoy en Chile, pero no lo iba a permitir. La primera vez, en la Universidad Cayetano Heredia, usé como argumentos disuasorios una piedra de respetable tamaño en cada mano (estaba espalda con espalda con el otro muchacho de pelo largo del grupo). Salir ileso no fue difícil porque estaba al aire libre y al enemigo le pareció mejor idea buscar víctimas propiciatorias con menor capacidad de defensa. La segunda vez, en la Universidad de San Marcos, las cosas no pintaban nada bien. Estaba acorralado en una sala de clases, con la horda de bestias bramando justo afuera de la única salida posible, con las tijeras en ristre, y habiendo ya martirizado a los dos primeros que se atrevieron a salir. Era como esas posiciones de ajedrez que dicen “mate en tres jugadas” y uno -por más que se resista con rabia y exprima su cerebro buscando alternativas- finalmente tiene que aceptar que en tres jugadas llegará el jaque mate. Le dejé mi mochila a mi enamorada de entonces (el lado bueno del machismo: a las mujeres no les hacían nada) y salí con los puños y dientes apretados gritando desaforado como si estuviera poseído por una legión de demonios. Toda mi energía estaba puesta en gritar e infundir miedo. Entonces dudaron un segundo al ver a aquel demente con la cara roja y los ojos desorbitados al que apenas le faltaba botar espuma por la boca, y aproveché ese segundo de vacilación para identificar el sector menos compacto de la ronda de verdugos. Salté en esa dirección mientras repartía puñetes en remolino y apenas atravesé la barrera humana corrí a toda velocidad. No volteé a ver si me perseguían, corrí hasta salir de la universidad y seguí corriendo hasta llegar al paradero del microbús en la Av. Grau, donde la gente ya me miraba con preocupación porque así corrían los ladrones que frecuentaban la zona. Nadie me persiguió.

Las tradiciones, como el papel de regalo, están hechas para romperse.