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Peruano

Publicado: 2014-07-30

Hace 5 días se cumplieron 21 años del día en que me fui del Perú. Llevaba en la maleta poca ropa útil para el gélido invierno de Santiago y muchas ilusiones para comenzar una maestría. No podía saber que en ese país que odiara de niño yo encontraría al amor de mi vida. No podía sospechar que no volvería (hasta ahora). Eran otros tiempos, otros aeropuertos. Cuando te sellaban el pasaporte no te metían a la fuerza en un duty free, para que compres aunque no tengas ganas, aunque no tengas plata (para eso es la tarjeta ¿no?), como si fueras un cuy en una kermesse que no tiene otra opción que elegir una casita donde esconderse. Eran otros tiempos, otros dolores. Hace 21 años, apenas habían pasado 10 meses desde el inicio del fin del terror, cuando un grupito de policías sin presupuesto, olvidados por Fujimori y Montesinos (estaban demasiado ocupados en robar y corromper), al mando de un tal Benedicto, capturó a Abimael Guzmán, el líder mesiánico que se creía infalible, un pensamiento más allá del tiempo y el espacio, y entonces -caído su dios- los alucinados asesinos que masacraban en su nombre ya no tuvieron en quién creer. La utopía desquiciada de Sendero Luminoso en cierto modo se derrumbó sola. Pero tuvieron que pasar 8 años más para que terminara el baño de sangre: 70 mil cadáveres repartidos casi en partes iguales entre las hienas senderistas y los chacales de las fuerzas armadas. La inmensa mayoría de esos muertos jamás cometió un delito, la mayoría de ellos hablaba quechua.  

En esos tiempos era muy raro encontrar mensajes de orgullo por el hecho de ser peruano. Parecía que el principal objetivo en la vida de cada peruano era dejar de serlo: migrar, aculturarse, nacionalizarse. Algunos recurrían a la cirugía para rasgarse los ojos y facilitar la migración a Japón, ya que teníamos un presidente japonés. Entre mediados de los 80 y mediados de los 90 la sensación que flotaba en el aire era que el Perú era un país sin esperanza, un proyecto fallido, y había que huir. En 1995 el grupo Leusemia le dedicó la canción El asesino de la ilusión a Fujimori, quien teniendo la mayor caja fiscal de la historia tras vender las empresas públicas prefirió financiar la corrupción y la guerra sucia antes que el progreso. Recogí esa sensación de desesperanza en mi novela (Amarilis y el país imposible), ambientada en los últimos días del fujimontesinismo, y fue llamativo que en la presentación del libro en Lima, y en comentarios de lectores, muchas voces criticaran el exceso de pesimismo, el callejón sin salida. Hoy esas palabras parecen fuera de lugar para referirse a un país que crece sostenidamente, sobre todo en economía (pero poco en desarrollo humano y en combate a la pobreza y la desigualdad), un país que parece haber recuperado el orgullo, con o sin razón (no basta con el boom gastronómico, pero por algo hay que empezar). Como digo, eran otros tiempos. Habría sido impensable entonces un tema como Peruano, cuyo video se ha viralizado y destila entusiasmo, optimismo y orgullo durante 4 minutos. El tema cae varias veces en un nacionalismo que yo rechazo, pero tal vez sea perdonable considerando que venimos del extremo opuesto. No es un gran producto artístico y las simplificaciones de su mensaje a veces son demasiado ingenuas, incurre además en un machismo evitable, pero creo que es valorable el estado de ánimo que intenta contagiar, y visualmente es muy atractivo. Rescato que una parte de la canción sea en quechua y que en su compendio no haya omitido mencionar una de las principales lacras de la sociedad peruana: la discriminación (“somos lava de un mismo volcán”). Mientras decir serrano, indio o cholo siga siendo un insulto para muchos (muchos idiotas) no habrá un verdadero progreso.

A poco de llegar a Chile comencé a jugar fútbol en la selección de la facultad. Varios de los compañeros de equipo me decían “peruano”, con cariño y respeto (la técnica del futbolista es lo único que sobrevive a la hecatombe del fútbol peruano). Me gustaba que me llamaran así. Y es que siempre me costó que en mi propio país me reconocieran como uno de ellos, uno más. En los espacios en que me movía en el Perú viví varios episodios de discriminación por tener la piel y los ojos claros; nada terrible, nada comparable con lo que ellos han sufrido por siglos (y todavía), por eso nunca me quejé. En Cusco más de una vez las señoras y los niños que venden en la calle no me han creído que soy peruano, incluso después de mostrarles mi documento de identidad. En Chile también me ha pasado, muchas veces. Aprendí a no enojarme y repetir una frase cada vez que me decían "pero no pareces peruano". Hay peruanos de todos los colores y tamaños, les decía y les digo, como si estuviera hablando de zapatos. Pero sí me enojo cuando noto que en ese comentario hay un tinte de desprecio a los otros peruanos más oscuros, cuando pretenden hacerme sentir bien por "salvarme" de ser así; allí se termina la conversación. Una vez, mientras hacía cola para renovar mi visa de estudiante, me buscó charla un chileno que hacía trámites para embajadas, y al rato me dijo, buscando apoyo, "esto se está llenando de peruanos". Lo miré fríamente y le dije algo así como "somos muchos los peruanos que estamos viniendo a Chile, como antes muchos chilenos migraron buscando un futuro mejor, es la historia de la humanidad". El tipo se volteó y no me volvió a hablar.

A menudo me pasa que alguien que me detecta el acento (no haberlo perdido es resultado de una decisión) y me pregunta, y se entera que llevo tantos años en Chile y que mi mujer e hijo son chilenos, me dice “ah, pero entonces ya eres chileno” y yo inmediatamente contesto “No”, sin agregar nada más pero poniendo cara de simpático. Normalmente no les gusta esa respuesta. El seguir siendo peruano después de tantos años no es un asunto trivial. Un amigo muy cercano que vivió un tiempo por aquí al segundo año ya hablaba como uno de Los Caporales, y yo me burlaba sin piedad. Más extremo es el caso de unos hermanos que conocí en Lima, de padre peruano y madre chilena, pero más peruanos que el cebiche (o que el pisco). Jugaba fulbito con ellos con frecuencia entre el 90 y el 92. Luego migraron a Chile tras la separación de sus padres. El 93 me los encontré en el estadio nacional en Santiago, en un partido amistoso Perú-Chile... y estaban agitando una bandera chilena y apoyando a esa selección. Me impresionó mucho y -tras la rabia inicial- me dio pena. Me preguntaba cuánto resentimiento tenían que tener esos muchachos para renegar así de su país, quizás tuvo que ver con el divorcio de sus padres, quién sabe. Después uno de ellos llegó a ser sub-secretario (vice-ministro) durante el primer gobierno de Bachelet. Cuando lo veía en la televisión pensaba en cuántos creerían que ese hombre fue alguna vez un arquerito peruano en pichangas de barrio en Lima. En ese mismo partido fui hostilizado por gente de la tribuna tras celebrar el gol del empate (al final perdimos 2-1), me gritaban insultos generales contra los peruanos. No me quejo, es lo habitual. Lo cómico es que uno de los tipos se paró y gritó “los peruanos no saben leel ni esclibil”, evidenciando su escasa cultura. Mi amigo chileno al lado, profesor de la Universidad de Chile, avergonzado, me pidió disculpas. Menos divertido fue estar en la tribuna cuando se definía la clasificación a Francia 98, y no sólo porque perdimos 4-0. La barra chilena nos apedréo -sin provocación- desde antes del inicio del partido. Vi pasar delante de mí a 4 personas con la cabeza sangrante, tuvimos que ver el partido con ropa en la cabeza y mirando constantemente al costado por si llovía otra piedra. No sé qué habría pasado si no nos ganaban (con el empate Perú clasificaba al mundial).

Hace 2 días se cumplieron 193 años del día en que San Martín declarara con entusiasmo la independencia del Perú en un pueblo al norte de Lima, omitiendo el pequeño detalle de que el poder todavía estaba en manos del Virrey. Tuvieron que pasar 3 años más para que Sucre (otro con nombre de avenida) sellara la derrota de los realistas (no, no es que ganaran los idealistas; ganó una élite de criollos a la que poco le importaba la idea de nación). Así nació el país al que pertenezco, que no me parece mejor ni peor que cualquier otro, pero es el mío, y no puedo explicar lo que soy, lo bueno y lo malo, sin hablar de mi infancia, adolescencia y juventud en esas calles, rodeado de esa gente, escuchando esa música, disfrutando esa comida, emocionándome y frustrándome con el fútbol, temiendo apagones y bombazos, doliéndome con una guerra interna que se llevó a demasiados inocentes y nos quitó la inocencia, aprendiendo a amar, a odiar, a pensar, a mirar, a escribir, a ser.


Escrito por

Ernesto Gianoli Molla

Me gano el pan como científico. Escribo en el tiempo libre que no tengo. Peruano en Chile, pero siempre mirando (y volviendo) al Perú.


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